“Esbjerg en la costa” -un cuento de Juan Carlos Onetti

Juan Carlos Onetti nació en Montevideo el primero de julio de 1909 y murió en Madrid el 30 de mayo de 1994. Está considerado como uno de los máximos exponentes de la narrativa en lengua castellana del siglo XX y uno de los más importantes novelistas uruguayos.

Onetti tuvo una relación conflictiva con la literatura, desorganizada y apasionada. Para él era como un vicio, escribía por impulso, por placer.

 

“Esbjerg en la costa”

Para algunos escritores es el cuento más bello que se ha escrito en América Latina (y para mí también lo es).

Es un cuento que, dentro de la sordidez usual de Onetti, no es absolutamente triste como sí lo es, por ejemplo, Bienvenido Bob.

Esbjerg es una ciudad de Dinamarca y en aquella época era un puerto de pescadores. La trama está ligada a la inmigración europea a América Latina, esa masiva inmigración que determinó mucho de la cultura nacional.

Una mujer inmigrante, Kirsten, siente nostalgia por Dinamarca. Su marido, Montes, lo descubre y comete un fraude en su trabajo para regalarle un pasaje a Dinamarca. El fraude se descubre y el matrimonio se arruina. El marido debe invertir todo su salario, durante un año, en pagar su deuda. Ella va a trabajar, pero vuelve siempre tarde. El marido descubre que ella adquirió la costumbre de pasar horas en el puerto mirando los barcos que se van a Europa.
El narrador es el jefe de Montes, el que ha sido “estafado”, un hombre que expone su vileza y su desprecio por Motes, acaso sus celos, en la narración. Por ejemplo, Kirsten (quizás en congruencia con su origen) es más alta que Montes, mientras que él es el típico uruguayo más bien bajito, algo que el narrador destaca continuamente para ofrecernos un aspecto grotesco a la pareja.

El narrador de esta historia, al igual que en otros cuentos del autor, es un narrador canalla, poco confiable, lleno de rencor y de desprecio. Lo maravilloso de Onetti es como a través de ese narrador canalla que denigra a los personajes, va desplegando lentamente una verdad que es mucho más profunda de lo que el lector a primera vista imagina.

Kirsten empieza a sentir nostalgia de su lugar de origen, de un lugar que ya casi no puede recordar. Ella tiene un mundo que Montes no conoce del todo, un idioma que él jamás hablará, recuerdos que él nunca pudo haber percibido y que quizás nunca supo ni le interesó, porque eso es lo que muchas veces pasa con el fenómeno de la inmigración. Uno, cuando se relaciona con un inmigrante, generalmente no está pendiente de su pasado que, en muchos casos, puede ser decisivo.

Kirsten empieza a recordar ese espacio de Esbjerg, su juventud y se pone melancólica. Cuando su marido, preocupado y sospechando que ella ya no lo quiere, le pregunta por la causa de su tristeza, Kirsten empieza a contarle, con cierta incomodidad porque no quería molestarlo con sus cosas, sobre su juventud en Dinamarca.

 

Pero ella no habló de ningún hombre, y con la voz ronca y blanda, como si acabara de llorar, le dijo que podían dejarse las bicicletas en la calle, o los negocios abiertos cuando uno va a la iglesia o a cualquier lado, porque en Dinamarca no hay ladrones; le dijo que los árboles eran más grandes y más viejos que los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único mezclado con los otros olores de los bosques; dijo que al amanecer uno se despertaba cuando empezaban a chillar los pájaros del mar y se oía el ruido de las escopetas de los cazadores; y allí la primavera está creciendo escondida bajo la nieve hasta que salta de golpe y lo invade todo como una inundación y la gente hace comentarios sobre el deshielo. Ese es el tiempo, en Dinamarca, en que hay más movimiento en los pueblos de pescadores.

También ella repetía: “Esbjerg er naerved kystten”, y esto era lo que más impresionaba a Montes, aunque no lo entendía: dice él que esto le contagiaba las ganas de llorar que había en la voz de su mujer cuando ella le estaba contando todo eso, en voz baja, con esa música que sin querer usa la gente cuando está rezando. Una y otra vez. Eso que no entendía lo ablandaba, lo llenaba de lástima por la mujer -más pesada que él, más fuerte-, y quería protegerla como a una nena perdida. Debe ser, creo, porque la frase que él no podía comprender era lo más lejano, lo más extranjero, lo que salía de la parte desconocida de ella.

 

Como se ve en este fragmento, cuando Onetti habla de la felicidad, lo hace con el lenguaje de la añoranza. Hay en el discurso de Kisrsten un temblor, una ansiedad, o una angustia que lo aproximan al rezo, pero a un rezo pronunciado en momentos decisivos. Es posible que esta retórica de la añoranza tenga su fuente en los relatos de inmigrantes que Onetti escuchó más de una vez en los bares de Montevideo.

Si la hazaña de Borges es aquella de cómo hablar de la totalidad, la de Onetti es la de cómo hablar de la felicidad. Su hazaña es tratar con aquello que se idealiza en el pasado, no solo en tanto idealizado, sino como la cifra de una necesidad de felicidad, que es congénita en el ser humano y desborda los objetos concretos de la melancolía. Y si no existe, aquello por lo que se suspira, existe para calibrar la verdadera dimensión del mundo real, para darle al mundo real una diferencia, un espejo en el que se refleje toda su miseria. Son los sueños utópicos de la humanidad.

El narrador de esta historia nos habla de Montes como de un ser ingenuo y hasta estúpido, además de delincuente. También denigra a la mujer, quizás porque la desea. Su discurso es también la expresión de un duelo entre él y Montes. Dos hombres y una mujer, una combinación que aparece en los tres cuentos de Onetti que trataremos.

Onetti extrae de ciertos márgenes de la cultura popular rioplatense (muy presente en el tango) este tema de la denigración retórica como arma masculina frente al rival masculino. En un ejercicio de inveterado machismo, el narrador parece sugerir que Kirsten sería mucho más feliz con él y no con el marido que encima de cometer fraude, lo hace mal y termina perdiendo su salario. El narrador condena a Montes por torpe y por delincuente y ante la ley efectivamente lo es. Pero para la literatura Montes es inocente y para nosotros, lectores fascinados, no policías, también.

Onetti trabaja así la gran contradicción entre justicia y ley y nos ofrece, como en la mejor literatura, formas de justicia poética. La ley es una abstracción de la justicia, una convención. La verdadera justicia, muchas veces, no pasa por la aplicación de la ley. Lo real de la ley, es a la justicia, lo que el infinito es a la aritmética: su imposible. Es aquello no nombrado que está fuera de la escena.
La ley exige algo así como la justicia, pero la verdadera justicia no podría entrar en una constitución o en un reglamento. Digamos que siempre hay algo que no se dice o no se puede evocar, es decir algo irrepresentable con los materiales de la situación, pero que sin embargo constituye el núcleo invisible de dicha situación. Su condición de posibilidad. Lo real es algo que queda excluido, que queda fuera del campo, para que la situación no estalle por culpa de su congénita incongruencia. Con la ley pasa lo mismo. La ley no puede realizar la justicia y sin embargo se supone que está para establecerla. La justicia es el imposible de la ley. Por eso la justicia que ofrecen los textos de Onetti es la del narrador y no la del juez. El juez administra castigos que conjuran el conflicto social. Pero solo el narrador hace justicia.

Y es justamente eso que está fuera del cuadro lo que Onetti trata y en ello radica su excepcionalidad. Onetti trabaja con lo real, con lo que está fuera de la escena.

Y él terminó por convencerse de que tiene el deber de acompañarla, que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella, como está pagando la que tiene conmigo; y ahora, en esta tarde de sábado, como en tantas noches y mediodías, con buen tiempo, a veces con una lluvia que se agrega a la que siempre le está regando la cara a ella, se van juntos más allá de Retiro, caminan por el muelle hasta que el barco se va, se mezclan un poco con gentes con abrigos, valijas, flores y pañuelos, y cuando el barco empieza a moverse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar.

Estos personajes poco glamorosos nos muestran una posibilidad de amor, de un amor modesto, solidario, una especie de conspiración secreta (y conspirar significa “respirar juntos”) en una realidad donde el amor suele ser un obstáculo y en definitiva una imposibilidad.

M. Fernanda Martino Avila
Magister Estudios Latinoamericanos
Universidad de Leiden